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Eternamente finita

  • Foto del escritor: Jessica Fernaldt
    Jessica Fernaldt
  • 31 oct
  • 2 Min. de lectura

Hay algo profundamente sereno en aceptar que somos parte de un ciclo inmenso, anterior y posterior a todo lo que conocemos. La naturaleza no necesita que la salvemos: necesita que recordemos que somos ella. La conservación no es un acto heroico, sino un gesto de humildad. Es la conciencia de que cada paso, cada respiración y cada despedida deja una huella, y que nuestra tarea es hacerla ligera.

Somos finitos, pero lo que nos compone no desaparece. La materia que hoy nos sostiene —el calcio de nuestros huesos, el carbono de nuestra piel, el agua que recorre nuestras venas— ha estado en estrellas, ríos y montañas. Ser “eternamente finito” es comprender que nuestro fin no es el borde de la existencia, sino su continuación en otras formas.

El tiempo de la naturaleza no corre como el nuestro. Mientras nosotros medimos la vida en años, ella la mide en estaciones, en siglos, en silencios. En su escala, la urgencia humana se disuelve. Cuando miramos un árbol que vivirá cientos de años más que nosotros, o un río que ha moldeado la piedra durante milenios, podemos sentir la pequeñez de nuestra biografía. Pero esa pequeñez no es insignificancia: es una invitación a la pertenencia.

Volver a la tierra no es desaparecer, es transformarse. Es entregar el cuerpo a la continuidad de la vida, dejando que aquello que nos conformó vuelva a ser parte del pulso mayor. En ese sentido, conservar no es acumular ni preservar en estado intacto: es dejar fluir sin dañar.


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En Fundación Memento Mori comprendemos que la muerte también es un acto de conservación. Cada vida puede regresar a la tierra sin violentarla, como un gesto de respeto hacia el entorno que nos sostuvo. En el Bosque de Cenizas, las despedidas se convierten en regreso: las urnas se integran lentamente al suelo húmedo sin alterar su equilibrio, permitiendo que la memoria humana conviva con la vitalidad del ecosistema.

El bosque, el mar, el viento y la lluvia seguirán existiendo cuando ya no estemos, y quizás en ellos persista algo de nosotros. Una molécula, un eco, un recuerdo vegetal. Ser “eternamente finito” es abrazar ese destino con ternura, no como pérdida, sino como regreso.

Pensar en nuestra muerte desde este lugar no es morboso ni triste. Es una forma de volver a poner la vida en su escala verdadera. Quienes eligen despedirse en armonía con la naturaleza reconocen que la eternidad no está después, sino dentro del ciclo que nunca cesa.

En esa comprensión nace la calma: no somos dueños del tiempo, pero somos parte de su danza. Y en cada hoja que cae, en cada brote que emerge, algo de nosotros continúa respirando.

 
 
 

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