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Microherencias y despedida

  • Foto del escritor: Jessica Fernaldt
    Jessica Fernaldt
  • 31 oct
  • 3 Min. de lectura

Hay un momento, tarde o temprano, en que la vida nos pide detenernos y mirar alrededor.No para hacer inventarios de bienes ni cerrar cuentas, sino para reconocer las pequeñas cosas que nos acompañaron, las que guardan silenciosamente la historia de quienes fuimos.Esa taza desportillada que solo tú usas, el pañuelo heredado, la libreta con frases sueltas, el anillo que nunca tuviste tiempo de arreglar.Son las microherencias, esas huellas mínimas y cargadas de sentido que no tienen valor económico, pero sí emocional, simbólico, afectivo.

Hablar de ellas es hablar de nuestra manera de permanecer.

Las cosas que hablan por nosotros

Cada objeto que elegimos conservar cuenta una parte de nuestra biografía.No es el valor del oro o la marca lo que importa, sino la historia que se adhiere: la textura del tiempo, el recuerdo de un gesto, el eco de un momento compartido.Decidir qué destino tendrán esas cosas cuando no estemos no es un acto de tristeza, sino de ternura. Es dejar un mapa emocional para quienes amamos.

Quizás quieras que esa taza siga en la mesa de desayuno de alguien que te piense cada mañana.O que ese pañuelo acompañe a una hija en sus viajes.O que tus libros se repartan entre amigos, no por su contenido, sino porque guardan tus subrayados, tus pausas y tus pensamientos.

Pensar en el destino de las microherencias es una manera de cuidar el duelo ajeno, de ofrecer consuelo a través de la memoria viva de los objetos.

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El tono de la despedida

Más allá de las cosas, está la atmósfera que imaginamos para el momento final.¿Quieres música en tu despedida? ¿Silencio? ¿Palabras leídas o solo viento y hojas?¿Cómo quisieras que te recordaran: con una ceremonia, una comida, una caminata, una siembra, una risa compartida?

Estas preguntas, que podrían parecer triviales, revelan una filosofía del cierre.Nombrarlas en vida permite que la despedida sea coherente con la forma en que viviste.Y evita que otros decidan por ti en medio del dolor o la confusión.

Planificar no es controlar: es dejar trazas de tu manera de amar.

Espacios para conversar la muerte

Hablar de la propia muerte no es un gesto lúgubre. Es una expresión de conciencia y de libertad.Por eso, el acompañamiento de una doula de fin de vida puede ser fundamental.Su presencia ofrece un espacio seguro donde las palabras difíciles encuentran forma: qué objetos entregar, qué gestos dejar, qué rituales inventar para el adiós.

Las doulas sostienen esa conversación con cuidado, sin juicios ni tabúes.Acompañan a quien muere y también a quienes quedan, ayudándolos a encontrar sentido en los detalles, a tejer la despedida con los hilos invisibles de lo cotidiano.

A veces, basta una charla guiada para descubrir que ya lo sabías: qué canción elegirías, a quién entregarías tu diario, qué aroma quisieras que quedara en tu habitación.Lo importante no es el plan, sino la conciencia de haberlo pensado.

El legado invisible

Las microherencias no son solo objetos; también son gestos, palabras, miradas que se imprimen en quienes amamos.Dejar una carta, una grabación, una receta, una semilla, un poema: todo eso es herencia.La despedida no se mide en metros de tierra ni en mármoles, sino en la calidad del vínculo que logramos sostener hasta el final.

Hablar de la muerte en presente —sin dramatismo, sin urgencia— es una manera de vivir más plenamente.Las microherencias son el recordatorio de que la vida se mide en detalles, y que morir con consciencia también puede ser un acto de arte: una última forma de belleza.

 
 
 

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